lunes, 27 de julio de 2009

Cuando sueñas

En media hora la pastilla comenzará a hacer efecto. No importará entonces que sea la una de la mañana o las tres de la tarde de un lunes o un sábado de cualquier año. El ruidero comenzará a extinguirse como un batallón que se aleja. El hormigueo irá cesando paulatinamente hasta haberse detenido por completo. Y en su lugar quedará una pesadez placentera. Los párpados irán cediendo lentamente hasta sellarse en la comisura del sueño. Abrazarás la almohada, encogerás las piernas y emitirás un largo suspiro, muy parecido al alivio, pero más cercano a la resignación.
Si pudieras entonces despojarte por completo de la esperanza serías un hombre más libre. La esperanza es un signo de debilidad intelectual. La esperanza es un signo de debilidad emocional.
Abrazarás la almohada para no caer en el vacío. Para que la ausencia no se abra bajo tus pies y te trague su vértigo. El reloj despertador con figura de pato irá marcando el ritmo del sueño con su sonido intermitente. La oscuridad se irá haciendo más pesada y la cuidad, más distante.

Ahí estás ahora. Tu cuerpo reposa con flacidez artificial. Tus órganos internos se acurrucan unos sobre otros y una civilización de células se entumece sobre el costado derecho de tu cuerpo.
Conforme te hundes en el sopor de tu noche, el silencio exterior comienza a ser derrotado por el ruido interno. Aparecen unas voces, luego otras. Todas son tu voz dándole voz a otras personas. Te escuchas, las escuchas. Sueñas. Narras que sueñas. Hilas poco a poco, con frases entrecortadas, a menudo arbitrarias, ese enjambre de imágenes que se va transmitiendo en tu cabeza. Les das forma, coherencia.
Construyes un sueño y en ese sueño está ella. No está sola. Su voz, tu voz que reconstruye su voz, viene a tu sueño a relatarte una historia larga y rebuscada en la que aparece otra figura.
Ella te cuenta con muchos detalles cómo lo conoció. Cómo se enamoró de él. Cómo él se fue apropiando paso a paso de su mente y de su cuerpo. Ves su cuerpo. Lo sientes. Lo hueles. Lo recorres una vez más con una técnica muy meticulosa. Cartógrafo experto, sigues la cordillera de sus nalgas hasta la hendidura negrusca del coño. Sigues hacia su vientre de arena, surcas el costillar y te elevas con sus tetas. Su cuello es más largo en tu sueño pero eventualmente llegas a la barbilla, a la boca, a los ojos.
Viajas alrededor de su cuerpo como una cámara de cine. Registras los detalles mientras escuchas tu voz reconstruyendo su voz, narrando la historia de su ausencia. Una larga historia, tan simple como incomprensible. Y mientras tanto tus manos trazan otro mapa. Cada curva de ese cuerpo se describe en las palmas de tus manos. El calor húmedo de su sexo se cierne contra tu sexo. Tu sudor y el suyo comulgan, se abrazan, se deslizan por veredas empinadas, rodean el paisaje de sus cuerpos y fundan una mancha tenue sobre la sábana. “Este cuerpo no es real”, dice tu voz al ir construyendo la narración que convierte las imágenes en sueño. “Soñé que te tenía, que nos acoplábamos violenta y dulcemente mientras me contabas cómo habías dejado de estar conmigo para estar con él. Eso soñé”, dices, mientras comienzas a regresar del sueño, convocado por el agudo timbre del reloj despertador con forma de pato.

Despiertas ocho horas después de haber tomado la pastilla, en la misma posición. Te duele el costado derecho y estás llorando. El llanto fluye sin restricciones. Aún abrazas la almohada. Tu cuerpo se sacude en pequeños espasmos, muy distintos al orgasmo.
Tu primera reacción es intentar volver al sueño para tocarla de nuevo, aunque sea una vez más, y para hacer las preguntas que no pudiste hacer. Para escuchar las respuestas que no llegaste a escuchar. Pero luego recuerdas que ella nunca estuvo ahí. Que toda la noche estuviste solo y que su voz fue siempre tu voz narrando la historia de cómo te dejó por otro. Cualquier respuesta que encuentres vendrá de ti y será un engaño, como el tacto su cuerpo.
Entonces sientes un asco profundo y saltas de la cama violentamente. Te vistes y sales del cuarto. En diez minutos estás en la calle con un cigarro entre los dientes. Lo enciendes con odio y caminas deprisa hacia tu trabajo.
No importa cuántos esfuerzos hagas, al menos por este día, la sensación de su cuerpo y el recuerdo falso de su voz se quedarán contigo, te robarán el aliento, te pudrirán el genio y te convertirán en un ser oscuro y despreciable, muy difícil de tolerar hasta para sí mismo.
“Nada”, dirás secamente cuando te pregunten una y otra vez qué te pasa. “No me pasa nada”.