lunes, 3 de agosto de 2009

(Des)Encuentro

Nos encontramos. Te miraba insistentemente, tú aplicabas el rigor de tu reojo para evadir mi mirada sin ignorarla. Llamé tu atención. Agaché la mirada. Sonreíste. Cuando volví del baño habías hecho un espacio para mí. Abriste un espacio para mí, para nosotros.
Echamos a andar la maquinaria de la locura, de la pasión, de la muerte. Nos amamos. Comenzamos a amarnos muy pronto. Te miré cantar y un temblor exquisito recorrió mi cuerpo. Supe que eras para mí. Supe que serías mía. Te tome. Nos tomamos.
Cantamos juntos, nos miramos con una visión penetrante, nos fuimos vaciando el uno en el otro a besos, a mordidas, a estertores. Toqué tu cuerpo. Puse mi empeño en tu cuerpo, lo recorrí con mi cuerpo, con cada parte. Nos besamos hasta que el sueño nos rebasó. Nos lamimos. No dejamos un tramo sin recorrer. Busqué la hendidura de tu deseo y le di volumen con mi lengua, una y otra vez, hasta ver que tu cuerpo se retorcía, que tu boca emitía el sonido dulce del placer recibido. Luego seguí. Escuchamos la misma canción una y otra vez mientras nos sacudíamos el uno al otro, mientras nos íbamos despojando del pudor y del miedo, y mientras nos entregábamos al laberinto del deseo, del descubrimiento.
Te dije “te quiero”. No me creíste. Dormimos juntos, abrazados, y yo soñé que dormíamos juntos y abrazados al mismo sueño. Despertamos juntos y yo te seguía queriendo. Tú seguías sin creerme, pero en el fondo sabías que era cierto, que no había marcha atrás, que teníamos que surcar juntos la pradera de la duda, de todos los miedos, de todas las entregas.
Cantamos. Fuimos a fiestas de adolescentes y me sentí uno de ellos otra vez, por primera vez. Bebimos, fumamos, consumimos todo cuanto se podía consumir con los labios, con la nariz, con la fantasía.
Viajamos. Viajamos juntos por un túnel luminoso y aparentemente infinito. Cantamos otra vez. Sacudimos nuestros cuerpos al sonido de canciones asombrosas que sólo nosotros entendíamos
Conocimos el mar juntos. Porque juntos, ése era otro mar, ésa era otra playa y otro tiempo. Inauguramos una cabaña frente al mar. Era nuestra, tú eras mía totalmente, al tiempo que me sabías enteramente tuyo. Despertamos con el sol que se filtraba por la ventana de aquella cabaña. El mar nos saludaba con su rítmico trueno. La luz iluminaba la mitad de tu cuerpo y yo te veía como a un sueño materializado, como a una fantasía que se puede oler y tocar y que responde siempre con una sonrisa, con un aliento íntimo, con un rapto de locura espontánea.
Caminamos por arenas blandas. Caminamos entre las piedras, hacia un atardecer místico entre piedras erosionadas. Burlamos a la muerte. Burlamos al cansancio. Siempre tú y yo frete al vacío. Siempre tú y yo frente a un mundo que nos acorralaba.
Juntos abrimos caminos en el mundo. Inventamos atajos, resolvimos acertijos. Le dimos la cara a los vientos y la oscuridad de las noches más siniestras, más hostiles, siempre juntos y de la mano, paso a paso, con cada beso, con cada tacto, con toda la humedad del cuerpo, con toda la certeza del abrazo y del silencio.
Nos hicimos de un espacio. Fundamos una república autónoma en medio de la locura del mundo. Erigimos nuestro propio cielo en una tierra constantemente sacudida por el acoso de fuerzas despiadadas. Nos la pelaba el mundo. Nos hacía los mandados el tiempo, porque tú y yo éramos algo. Fuimos algo. Un planeta aparte, un templo, el templo de un credo que sólo nosotros compartíamos. Nuestra fe latía bajo la piel del mundo ordinario.
Trabajamos. Íbamos todos los días a perdernos en la sombra de una oficina, cada quién en una distinta, hermanados por el compromiso de volver por la noche a encontrarnos. A tumbarnos juntos en un sillón y a mirarnos con asombro, a volver a amarnos, cada vez con renovada energía.
Llegué a memorizar tu cuerpo. Cada resquicio, cada pequeño defecto. Todas las texturas de tu cuerpo estaban registradas en mis manos, en mis piernas, en mi sexo. Pasé mi sexo por cada rincón, y en cada rincón oré con mi canto desesperado, con mi intento. Te poseí, pero nunca pude tomarte entera, siempre había algo más, un misterio, un espacio nuevo. Eras nueva todo el tiempo.
Salías de bañarte mientras yo empezaba a despertar. Te veía desnuda y me excitaba poderosamente, te deseaba con cada molécula, te quería comer viva, tragarte de un gran bocado y morir indigesto de tu amor, de tu deseo, de tu entrega, siempre total y siempre parcial.
Te vi vestirte, probarte diez mudas de ropa en una sola mañana, hasta que el reloj te hacía entrar en razón y salir corriendo. Siempre te veías hermosa. Siempre te veías tan hermosa que nada más en el mundo podía parecerme delicioso.
Fuiste el centro de mi mundo. Comencé a crecer en la certeza de que eras el centro de mi mundo. Era joven, infinitamente joven, y todo lo que no estuviera contenido por tu piel o por tu mirada, o por mi mirada vertida sobre ti, todo, valía exactamente una chingada. Porque tú eras el centro de mi mundo y también sus orillas. Porque cada paso que di lo di por ti, por la certeza de ti. Porque cada vez que brillé, brillé en secreto por ti, por ser visto por ti, por ser reconocido por el abismo de tu mirada.
Tus ojos me subyugaron, me hicieron perder la noción del tiempo, me sacaron de quicio, me cegaron. El brillo de tus ojos fue siempre más luminoso que el mejor de mis recuerdos, que cualquiera de mis expectativas. Podía flotar en tus ojos, gravitar entorno a tus ojos, a la ruta que seguían cuando miraban con desconcierto el horizonte.
Nos quemó el sol. Nos bañó la lluvia. Nos dejó tirados el auto en medio de la nada. Pero nada importaba. Sólo que tú y yo fuéramos de la mano por el mundo, abriendo brechas, trazando caminos invisibles, a tientas, a ciegas, pero de la mano siempre, tomados del cuerpo del otro, asidos el uno al otro contra las fuerzas amenazadoras de lo otro.
Peleamos. Hice un hoyo en la puerta con la fuerza de mi frustración. Lloramos. Lloramos una y otra vez ante la imposibilidad del entendimiento. Pero siempre terminamos amándonos y cada vez con más fuerza, con más resignación, con más realidad.
Te vi dormir. Te vi mientras dormías muchas veces, muchas noches. Tu rostro apacible convertía la angustia en certeza. Todo estaba en su sitio mientras dormías abrazada a mi peso. Tu respiración era un oleaje calmo en el mar de la noche. Yo flotaba en tu aliento. Mis ojos tallaban tu espalda y le sacaban sonidos asombrosos que flotaban por el cuarto durante horas mientras tú dormías, asida de mi cuerpo, de mi fantasía, de mi realidad.
Viajamos. Seguimos viajando. Pasamos por muchos retenes de la consciencia, jamás nadie descubrió nuestro secreto. Porque éramos tú y yo. Nadie más estaba invitado al festín de nuestra locura, de nuestra amarga ilusión, de nuestra entrega.
Bebimos hasta la embriaguez incontables veces. Fumamos hasta el delirio incontables veces. Sorbimos el largo peso de la angustia. Nos volvimos a desear. Nos volvimos a amar con mucha fuerza, con mucha violencia, animalmente, absolutamente. Caímos rendidos muchas veces ante el peso de la mañana. Te burlabas de los pájaros. Me hacías reír con tu parodia de los pájaros, de sus voces acuñando la mañana, anunciando la monotonía de un día más de absurdo entre sus ramas.
Me hiciste reír muchas veces, miles de veces. Y tú también reías con esa risa única, enérgica y discreta al mismo tiempo.
Volvimos a pelear. Solías volverte loca ante la duda. Pensabas que yo te haría pagar lo que a otros habías provocado. Y nunca encontré la forma de explicarte que tú lo eras todo, que tú constituías mi universo, mi centro, mi órbita. Que yo giraba en este mundo obsceno impulsado por tu órbita, por tus leyes, por tu locura de niña asoleada, por tu encanto de mujer terrible, voluptuosa, increíblemente sexuada e infinitamente vulnerable.
Jamás pude convencerte de cuánto te amaba, de cuánto me la pelaba el mundo entero si estaba a tu lado. Nunca supe explicarte por qué era tan importante poseer tu cuerpo. Nunca supe cómo decirte que, al amarte físicamente, la complejidad de mi alma se enlazaba con la tuya, y mi alma y tu alma sellaban un conjuro permanente, atemporal, perfecto, contra toda la magia negra de la realidad, contra todo miedo, contra todo hartazgo.
Brillé. Brillé para ti. Y un día funesto tú pensaste que lo hacía contra ti. Esperé que emergieras, que brillaras a mi lado, que volaras con las mismas alas con que yo volaba sólo por ti, sólo para ti. Pero tú decidiste que eso era imposible. Decidiste no creerme. Decidiste dejar de creerme y comenzar a caer. Soltaste mi mano un día terrible y luchaste contra mí, me convertiste en tu enemigo.
Un día infernal decidiste que serías mi enemiga. Que cruzarías todas las fronteras que fueran necesarias para alejarte de mí. Me dejaste solo. Me dejaste pudrir. Miraste cómo me descomponía y seguiste agregando tierra a mi alma, lodo, putrefacción.
Decidiste que no podías con esto. Que era mejor mirar hacia otro lado. Tomar una mano distinta y recorrer otro camino. Y me dejaste solo en el camino que juntos habíamos inventado.
Un día desperté abrazado a tu cuerpo. Era la última noche. Era la última mañana, el último amanecer y los dos lo sabíamos. Lloré abrazado a tu cuerpo. Sostenido por tu cuerpo en la orilla del vacío. Tú te levantaste y me pediste que no lo hiciera más difícil. Luego saliste de mi vida como si nada hubiera ocurrido. Dejaste tu vacío, pesado como la tierra, hostil como el silencio del bosque, seco de todo, absoluto.
Duermo desde entonces impregnado por tu vacío. Despierto todas las mañanas apestando a tu vacío, a tu ausencia. Sueño todas las madrugadas con tu abandono. Sueño que te tengo y que te pierdo. Y cuando despierto te he perdido. Tu pérdida es un latigazo que se repite con cada amanecer, que resuena en la casa vacía con cada canción que me hace recordarte, con cada frase que no te digo, con cada chiste que no escuchas, con cada nota que toco para ti sin que tú lo sepas o te importe.
Nos separamos. Emprendimos el acto de caminar en sentidos opuestos. Nos soltamos la mano para andar por otros prados, menos verdes, menos húmedos, menos abiertos a la luz solar, al calor, al contacto.
Así termina una grandiosa historia de amor. Una leyenda. Un mito de dos seres perfectos que se aniquilan de amor el uno al otro, que se vacían de amor el uno en el otro. Así me quedo yo, imaginándote en otra vida, en otros brazos, deseando despertar de una pesadilla que no se sueña, que se vive de día, con absoluto realismo.
Tu ausencia es real, pero todavía no le creo. Sus palabras, su eco se me resbalan como si estuviera untado con el aceite de tu cuerpo todavía. Como si tu amor me blindara contra tu desamor. Como si tu cuerpo me protegiera aún de la ausencia de tu cuerpo.
¿Dónde estás? ¿Dónde estamos? ¿Dónde habita los que somos juntos? ¿En serio crees que se puede destruir un templo tan majestuoso? ¿Crees en serio que puedes darle la espalda a mi brisa, escapar de nuestro encanto, salirte de nuestro mundo, del mundo que creamos para nosotros?
Escucha, pon atención y escucha con todo tu cuerpo: no podrías ser más mía; yo no puedo ser de nadie tanto como tuyo, y no habrá amor con alas más incendiarias, mañana más apacible, noche más furiosa que la de nuestro amor, nuestro gran e irrepetible amor. A pesar de todo. A pesar de ti, siempre estaremos juntos, de alguna forma, en algún sitio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario